El soberanismo ocupa la calle y escenifica la rebelión, pero lo hace además con la connivencia del sistema y los recursos burocráticos
Una paradoja de la crisis separatista consiste en que las posiciones de orden, respeto constitucional y pudor democrático se han convertido en un movimiento antisistema, pero desprovisto de la liturgia y las expresiones que caracterizan toda subversión.
El soberanismo ocupa la calle y escenifica la rebelión, pero lo hace además con la connivencia del sistema y los recursos burocráticos. Se explica así el desamparo del “unionismo” y de su aparente catalepsia. El independentismo ocupa todo el espacio y se prolonga con todos los métodos: la revuelta y los medios represivos, la insumisión y los privilegios institucionales. A diferencia de la pasividad constitucionalista, la hiperactividad del soberanismo, su músculo popular, provienen no ya de un relato, sino de una trama religioso-emocional que trasciende la dinámica de partidos y que se induce desde el poder mismo, subordinando cualquier atisbo de discrepancia y relativizando el esfuerzo ajeno de asomar la cabeza en el hábitat hostil: se moviliza uno para cambiar las cosas, no para proclamar la fervorosa adhesión a la cotidianidad.
De hecho, el soberanismo es un movimiento estructurado, provisto de todos los detalles organizativos, de propaganda mediática, de aparato, de solidaridad sentimental y del valor de cohesión ufano y perverso a la vez que conlleva emprender un proyecto sublime: una patria nueva, un sueño territorial, el hallazgo de una tierra prometida y virginal.
El catalán unionista apenas puede oponer a semejantes ilusiones las virtudes y miserias de la vida convencional. La vieja España. La nueva Europa. No tiene un himno convincente ni un victimismo aglutinador el abstracto mundo de los catalanes “pasivos”, pero tampoco pueden excederse en su manera de pensar o de comportarse. Los no independentistas encuentran cercenado y hasta represaliado el espacio de exposición de sus humores y posiciones. Predomina la coacción o la intimidación del pensamiento contrario.
Y la evidencia de una sociedad fracturada, no solo en el Parlamento, sino en las familias, establece la dialéctica de una posición dominante, un aparato, un sistema, el independentismo, y una posición subordinada, “la otra”, más aún cuando la pretensión de abanderar una posición de identidad enriquecida, muy catalanes y españoles a la vez, se resiente del desprestigio de los líderes que se ocupan de reivindicarla. Cuesta trabajo colocarse detrás de Rajoy para enfatizar el entusiasmo a la unidad territorial. En realidad, el unionismo no está organizado porque no puede estarlo. Es un movimiento laico, para entendernos, una cuestión individual. Y no es siquiera un sentimiento. El mayor riesgo al que se enfrentaría la hipotética convocatoria de una gran manifestación contra la independencia consistiría en la precariedad de las cifras. Y no es precisamente una minoría el constitucionalismo (parece un exabrupto). Lo que nos dicen las últimas elecciones perfila que el 52% de la población catalana optó por opciones no soberanistas. Y votar, que sepamos, es la mejor manera de salir a la calle, la más civilizada, la más elocuente.
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