miércoles, 7 de enero de 2015

Un canto a la vida. Sin cerrar los ojos

El buen morir. Rosa Montero, 9-11-14.

Mi padre, que llevó con enorme dignidad, coraje y alegría una enfermedad deteriorante que terminó amarrándole a una bombona de oxígeno y una silla de ruedas, siempre repetía una conocida frase: “Nadie es tan joven como para no poder morir al día siguiente ni tan viejo como para no poder vivir un día más”. Le consolaba recordar este dicho porque su gusto por la vida era legendario. Era una de esas personas, mi madre lo es también a sus 93 años, capaces de disfrutar con la mera contemplación de una nube que se deshilacha. Hace falta mucho valor para soportar las traiciones del cuerpo, el marchitamiento de la salud, el constante empequeñecer del futuro y de sus posibilidades. Si tienes la gran suerte de llegar a viejo, la vida te va quitando todo. Pero algunos hombres y mujeres siguen ahí, incólumes, serenos, guerreros formidables de la existencia, gozando de sus horas hasta el final. Admiro su temple y su inmensa capacidad de adaptación.

Viniendo de dos padres tan valientes, yo he salido sorprendentemente cobardilla. O quizá, más que cobardilla, vehemente, voraz e inadaptable. No soporto la pérdida. No soporto la decadencia. No soporto crecer. Me gustaría poder decir que, con los años, se aprende a convivir con el tiempo que te deshace, pero, la verdad, yo no he aprendido. Y me temo que hay muchísima gente que es como yo. Ya lo decía Oscar Wilde: “Lo peor no es envejecer; lo verdaderamente malo es que no se envejece”. Y con esto se refería a que no envejecemos por dentro, a que nos seguimos viendo siempre iguales, eternos Dorian Gray de tersas mejillas enfrentados al retrato pavoroso de nuestra carne cada vez más marchita, de modo que se va creando una disociación entre nuestro ser real y el yo ilusorio interior. Creo que la mayoría de los humanos somos inmaduros peterpanes.

Todas estas reflexiones algo lúgubres me las ha suscitado la tremenda historia de Brittany Maynard, la mujer estadounidense que, con 29 años y cáncer de cerebro terminal, se ha mudado con su familia al Estado de Oregón, en donde se permite la eutanasia. Tiene previsto abandonar este mundo el 1 de noviembre; mientras escribo este artículo, que tardará dos semanas en publicarse, esta mujer sigue viva y está haciendo la formidable y heroica travesía de sus días finales. Cuando lo lean ustedes, ya habrá desaparecido de este mundo. Un puñado de células que detienen su combustión y rápidamente decaen. Una memoria, una voluntad, un deseo, esa ligera voluta de aire que es el yo, o el alma, o el espíritu, deshaciéndose en la bruma del atardecer. En un abrir y cerrar de ojos, en fin, no queda nada. No me extraña que las religiones hayan inventado tantos mundos de ultratumba, paraísos e infiernos, porque nos es insoportable asumir ese vacío. “Os voy a echar mucho de menos”, he oído decir una y otra vez a los moribundos, incluso a los ateos, dirigiéndose a sus seres queridos. “Os voy a echar de menos”: el yo se empeña en seguir siendo contra toda razón.

Y en realidad eso es algo bello, porque demuestra que, mientras vives, eres. Y cuando ya no vives, simplemente no eres. Si no nos angustia la oscuridad que precede a nuestro nacimiento, ¿por qué permitimos que nos angustie la que nos espera?

Eso sí, es crucial la manera en que la salida se produce. En Occidente estamos batiendo récords de longevidad. Nunca tanta gente ha sido tan mayor en toda la historia de la Humanidad. Pero ¿a qué precio? La vejez extrema está siendo a menudo extremadamente penosa, solitaria, dolorosa, incapacitante. La sociedad no está preparada para este aluvión de ancianos con achaques. Necesitamos medios para ofrecer una vida más sana y más protegida a todos los mayores (es de justicia y también puro egoísmo, porque ese será nuestro futuro). Que el entorno social sea lo suficientemente acogedor para que los viejos disfrutones y valientes como mis padres sigan extrayendo hasta la última gota de placer a la vida. Pero también tenemos que regular la eutanasia, tenemos que formalizar y facilitar los protocolos de una muerte digna. Porque puede haber muchas personas que no quieran seguir adelante en según qué condiciones. La muerte puede ser una opción de la vida. Una bella, emocionante, heroica opción, como lo ha demostrado esa mujer de Oregón tan joven, tan guapa, tan rodeada de amor, que ha sido capaz de tomar las riendas de su existencia, pese a todo. P @BrunaHusky

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jueves, 1 de enero de 2015

Felicidades mamá


Cerebro sentados y después de 20 minutos de paseo. Imaginen todos los intermedios posibles, en todos los casos con un poco de movimiento hay mas actividad de vida.

Pronto será normal tener cien años. Rosa Montero 27-04-2014

El demógrafo estadounidense James Vaupel dijo hace unas semanas que es probable que el 50% de los niños nacidos en España en 2014 lleguen a cumplir cien años. España, ya se sabe, es uno de los países más longevos del mundo. Actualmente la esperanza media de vida es 82,2, a sólo unas décimas de los dos primeros, Japón y Francia. Y no es sólo España: ahora mismo hay casi 500.000 personas en el mundo con más de cien años. La longevidad, que antes era una rareza que parecía propia de los patriarcas bíblicos, hoy es algo que empieza a ser bastante común.

Como nadie quiere morirse, se diría que estas son buenas noticias. Pero a mí la verdad es que me inquietan un poco. Es evidente que viviremos mucho más, pero ¿en qué condiciones físicas y sociales, a qué precio? Hay que prepararse para ese futuro. Siempre me ha parecido absurda e incluso algo suicida la poca atención que se presta a los ancianos en nuestro país. Es como si la gente no quisiera hablar de los viejos, como si no deseáramos recordar que todos vamos hacia allá, que la vejez es el territorio en donde pasaremos una buena parte de nuestra vida, eso si tenemos suerte, desde luego, porque para alcanzar la senectud hay que tener la estupenda suerte de no morirse. “Envejecer no es malo, sobre todo teniendo en cuenta la alternativa”, decía Mateo Alemán, el autor de la célebre novela picaresca Guzmán de Alfarache (por cierto que este año se cumplen cuatro siglos exactos de su muerte: la alternativa acabó atrapándolo, como a todos).

Le oí citar esta frase el otro día a José Antonio Serra, Tin para los amigos, jefe del servicio de geriatría del hospital madrileño Gregorio Marañón, en una estupenda conferencia que dio en la Fundación Ramón Areces. Serra es uno de los ocho promotores del recién creado Centro de Estudios del Envejecimiento. Entre ellos hay médicos especializados en salud pública, geriatras, epidemiólogos, sociólogos; son ocho personas interesadas en el reto de envejecer que han decidido agitar un poco las aguas y reflexionar públicamente sobre el tema para ver si la sociedad reacciona.

Siempre he pensado que la vejez es la época heroica de la existencia. Puede ser un trayecto muy duro y muy difícil (“hacerse mayor no es para blandengues”, reza un refrán estadounidense), pero también emocionante y pleno. De hecho, creo que una buena vejez puede rescatar y redimir una mala vida. Pero para ello tenemos todos que cambiar nuestros prejuicios. En la conferencia, Serra dijo que había hecho el experimento de googlear “envejecimiento problema” y se había encontrado con más de cinco millones de entradas. En cambio, “envejecimiento reto” sólo tenía dos millones de entradas, y ya me parecen muchas, teniendo en cuenta la mala prensa que sufren los ancianos (“cuestan mucho a la sociedad, son una carga…”). Hace un par de años el Fondo Monetario Internacional mostró en un informe su preocupación por el “riesgo” de que la gente viva más. Los viejos son tan irresponsables que se empeñan en no morirse.

Entre otras cosas, los ancianos son menos caros socialmente si tienen mejor salud y son más autónomos. La vejez no es una enfermedad, repite siempre Serra; uno puede ser viejo y estar muy sano; es más, su ambición de optimista irreductible es la de conseguir morir sanísimo. Sin embargo, a muchos viejos no se les atiende debidamente porque tanto a los familiares como al sistema médico e incluso al propio anciano les puede parecer que a esa edad es normal llorar y estar triste, cuando lo que tienen es una depresión; o caerse o que les duela algo, cuando puede que sean síntomas de alguna enfermedad no diagnosticada. Se habla de hígado senil, cardiopatía senil, demencia senil, como si la senilidad fuera la fuente de la dolencia, cuando “no hay ninguna enfermedad que se explique sólo por la edad”.

Hace cuatro años, Serra tomó a 40 ancianos entre 90 y 97 años de una residencia geriátrica y les puso a hacer gimnasia tres días a la semana durante dos meses. Bueno, puso sólo a la mitad, porque la otra mitad era el grupo de control. Y los ancianos mejoraron tanto su estabilidad, su fuerza, su ánimo, que tuvieron que cerrar el gimnasio con llave porque los 20 viejos del grupo de control, envidiosos, intentaban colarse en las instalaciones y hacer ejercicio por su cuenta. Quiero decir que la vida es maravillosa, el cuerpo es maravilloso, la mente humana es de una fortaleza y adaptabilidad increíbles. No hay que resignarse a ser viejos, hay que reinventar una nueva vejez. Estamos batiendo récords sociales de supervivencia y el mundo al que nos dirigimos tendrá que ser por fuerza distinto. Pero eso no tiene por qué ser malo. Como dice Tin Serra, el 30% de la población no puede ser un problema.

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